Postrado ante Dios


La foto de aquel moribundo ilegal, acechado por todos lados, le persiguió en vida. Con ella atrapó los premios más laureados, recibió la mirada de las personalidades más importantes, y las voces occidentales le alabaron. Pero también se vio atrapado por la maldición de una pregunta: "¿Qué hizo por ayudarle?". Al susodicho cronista gráfico, del infierno del mundo, la presión le empujó al suicidio.


Un hombre blanco bien alimentado observa cómo un muchacho subsahariano se muere de hambre, ante la presencia inmutable de las piezas clave que sostienen esa sociedad que al pobre promete y al mismo no da, finalmente. Durante dieciocho minutos se dedica a disparar con la cámara. No porque las primeras fotos salieran mal, sino porque buscaba a aquel tipo trajeado de la izquierda, que si se hubiera mantenido como está, erecto, prepotente y colocándose la camisa, pero mirándole con indiferencia y regocijándose en su interpretación, ¡esa sí habría sido una gran foto! A pesar de su paciencia, el fotero no consiguió ver realizada su anhelada virtud imaginativa, y se retiró rendido. No debió estresarse demasiado, pues una de las fotos salió publicada en varias ilustraciones de gran relevancia periodística, comenzando así su premiada carrera. Desde pequeño vio con ojos inocentes injusticias que no tenían nombre. Aprendió desde niño que ser blanco en su tierra era ser una de las personas más privilegiadas del planeta. Como adolescente detalló que por el mismo hecho era cómplice de aquellas injusticias. Ya superada la pubertad, adulto, decidió que mediante el periodismo se enfrentaría a la estirpe de odio que le crió.


Al comienzo de su carrera se denominó: "corresponsal de injusticias". Su trabajo consistía en acercarse a caóticos campos de batalla urbanos. Batallas que nadie, en el mundo "civilizado", conocía. Civiles contra civiles. Jóvenes negros que sólo contaban a favor con su evidente ventaja numérica, y herramientas casi primitivas utilizadas como armas arrojadizas y cortantes. Eran respondidos con balas de goma, bombas de humo lacrimógenas, o con balas de verdad, disparadas desde el interior de monstruos de hierro y por hombres embutidos en armaduras de plástico. Miles de muertos. La ciudad ardía y allá, de presencia hierática, se encontraba el hombre blanco que expiaba su culpa. Aquella efervescencia genocida que fotografiaba le alimentaría durante los siguientes cinco años. Cada mañana se presentaba temprano a la casquería más demencial, como se presentan los funcionarios a sus lugares de trabajo. Desde las cinco y media de la madrugada hasta el medio día, o hasta que el último muerto le regalara su última sonrisa. Sudoroso, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. La masacre perfecta, en medio del tiroteo perfecto. Se exponía a peligros extraordinarios y, de este modo, conseguía las mejores imágenes. Poco a poco fue carcomido por un escudo, lo que le armó de una coraza emocional necesaria. No podía reaccionar a lo que veía como una persona normal. Dormía poco, consumía drogas de todo tipo. Pasaba las noches acelerado, con las neuronas anestesiadas, en un estado de catarsis en el que la cámara representaba el pilar sobre el que se sostenía su mente, una verja que le protegía del miedo y del horror. Si hubiese dedicado un segundo de su vida a divagar sobre lo que estaba haciendo, dejando aflorar sus sentimientos, no habría podido realizar su trabajo. Pensaba que si se hubiera quedado en casa o detrás de una trinchera, habrían resultado más muertos y menos presión política para acabar con las injusticias. Esa era su contribución a la causa.

En el sexto año se tomó unas vacaciones. Nada más instalarse, a las puertas de un centro comercial, vio al muchacho y a la masa. Programado, respondió con la frialdad profesional que le caracterizó siempre. Su objetivo era captar la mejor imagen, la más impactante. Ahí comenzaba y finalizaba su compromiso. Así esperaba despertar la compasión en aquellos que, por fortuna, han nacido en un lugar del mundo donde sus peores problemas son los mejores de las víctimas. Compasión que en él se encontraba necesariamente adormecida. No lo ayudó, porque si lo hubiera hecho no habría podido hacer la foto. Fuera donde fuera, perseguido, la presión exterior agudizaría su agobio, hasta convertirlo en una pesadilla. Una semana después de ganar el último premio, su mejor amigo murió en un tiroteo en una ciudad perdida. Toda la emoción reprimida a lo largo de seis años salvajes reventó. Destruido vio como la guerra terminaba y la paz se instalaba mansamente. Final feliz. Su vida dejó de tener sentido. Quizá porque la droga que le creó mayor adicción se diluía en el pasado. La angustia moral que nunca sintió lo consumía. No podía trabajar. No llegaba a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Deudas, desamor...


Tres meses después de las primeras elecciones democráticas de su país, se fue a la orilla del río donde jugaba de niño, cuando aún no sabía lo que era el sufrimiento. Allí, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono, logró la paz, el sueño eterno en el que siempre deseo descansar.


Esta no es la historia exacta de Kevin Carter.

Gracias a Luis Sanz por el título y por la coyuntura.


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