Más de lo mismo

Las tardecitas de Madrí tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por las callejuelas. Lo de siempre: en la calle y en vos. . . Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo pretendiente y de primer polizonte en el viaje a tu planeta: medio melón en la cabeza, la camiseta del revés, las rayas del pantalón pintadas en la piel, una banderita de taxi libre levantada en cada mano y cara de bobalicón.

Lo que me gustaría que ocurriera;

¡Te reís!...

Pero sólo vos me ves; porque los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces verdes, y la señora de la florería de la esquina me tira tulipanes. Mirá, que así, medio volando y medio bailando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo... ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!

Pero ni caso. Ni ofreciéndote un vaso de leche fría.

Di la vuelta, cabizbajo, con la garganta rota de quien se aguanta la emoción.

Mirá que te hablé en idiomas que ni comprendo, aprendí malabares y trabalenguas, tangos como este y bailes de lo increíble. Mirá que fui corriendo a recascatarte mil veces. Y de mil veces que llamé a tu puerta...

Qué genial debe ser, ¿verdad? Llamar a la puerta y verla abriéndose con parsimonia, hasta dejar ver...

Timi Yuro


Tengo cincuenta años y, en mis cincuenta años nunca he logrado entender cómo esa voz, ese ritmo y aquel aliento sugerido, ese grito desalentador, me convirtió desde pequeña en lo que soy. Una loba de chocolate, y de las suaves.

Qué me hizo. Qué era. Aseguro que no fue la aguja, ni el ronronear del vinilo en el tocadiscos. Ni siquiera el chocar de la lluvia en las ventanas –cosa que adoraba-.Para visualizarme, puedes imaginarme en una nube con la mirada jubilosa de un perro juguetón. O, para ser más gráficos, puedes dibujar sobre mi cabeza de pelos alocados la onomatopeya de placer de un personaje de tebeo. Ella me contagió el brillo de sus ojos y, en una época, hasta el corte de pelo. Todo menos aquella forma suya de vomitar, con una elegancia escalofriante, una melancolía desgarradora. Me despertó un lunes, a una edad efímera, y la emisora era la Radio de nuestras vidas. Desde entonces, soy loba de chocolate. No cabía en mí con semejante sensación en el cuerpo. Atravesé corriendo, extasiada, el parque de siempre y con cada zancada sentía romper en mi cara el aire de cristal. Y desde aquella mañana, me enamoro los lunes. ¿Se dice los lunes o el lunes? No me hace falta encontrar el plano perfecto. En el metro, en el autobús, en movimiento o estática. En la cafetería o en la biblioteca. [El cine para mí es sagrado, menos los lunes]. Digo los lunes en plural, porque siempre recorro sola el camino de vuelta. Parques y calles llenas de silencio. Todo parece tan exageradamente vacío que debe haber parejas aguantando la respiración para no ser descubiertas. Sintonía que intento igualar, sin pareja. Y si ella llegara después de un largo viaje, al besarla expulsaría una exhalación tan grave que le asustaría, y que le haría preguntarme qué me pasa. Le diría la verdad, que no sé aguantar la respiración, que nunca tuve una pareja con la que jugar a aguantar la respiración en los parques, ni con quien jugar a ser adolescentes. Por eso aguantaría la respiración. Será para que no me descubra. Ya ves, mientras siga escuchando esa voz, ese ritmo y aquel aliento sugerido, ese grito desalentador, me enamoraré los lunes. Cuidado de aquella persona que me mire a los ojos o que se siente a mi lado. Si fuera lunes me lo pensaría tres veces. O no.

Tengo cincuenta años y, tras cincuenta años, la echo de menos.

Pincha y escúchala

La Sombra del Fuego


Despertó resacoso, pero no recordaba haber bebido alcohol los últimos días. Despedía un olor apestoso que envolvía todos los rincones del piso. Aliento y desaliento, jadeos, mareos, arcadas. Susurraba con los ojos cerrados. Hablaba solo y giraba sobre sí mismo en la cama revuelta. Se envolvía tiritando con las sábanas, apretando con fuerza los bordes, cubriéndose hasta el mentón. Remoloneaba, como un niño apesadumbrado al tener que ir al colegio temprano. Realmente daba asco. Me costó encontrar una vena decente y que dejara de forzar un disgusto. El suelo empapado y lleno de cristales. Puse la aguja en remojo. En el servicio secreto no lo llamaban tortura. La tensión me mantenía despierto. Expectante frente a la puerta número 507. Nadie debía atravesarla. El cañón de mi recortada apuntaba estable sin vaivén. Corría peligro en este motel abandonado. En este piso donde habitaban los espíritus y las historias más inusuales. Siempre bañadas en sangre, olvidadas y enterradas sin escrúpulos ni remordimientos. Cansado de tanta metralla, de tanto humo.

“¡Toc! ¡toc! ¡Fuera todo el mundo!”. Casa por casa, recogimos a diez o doce personas. “¡Arriba a la montaña!”. Una noche se encasquilló el revólver, o eso recuerdo. Dejé huir a la que iba a ser mi víctima. No era cualquiera. Hay un límite entre el corazón y la piedra. Aquella decisión cambió mi rumbo. Me convertí en ratón de la noche a la mañana. Sonrío al imaginar las caras de mis compañeros. No se levantaron pensando que al final del día acabarían disparando al tipo en el que habían confiado sus vidas durante años. Ser gato pasó a la historia. No tenía tiempo más que para sobrevivir en aquella jungla de asfalto. Y fumar, entre parada y parada, y echar un trago, entre pitillo y pitillo.

Removía fotografías, revisaba los expedientes de mi pasado, mi vida hasta ese día. Intentaba recuperar el por qué del comienzo. Cómo llegué hasta este punto. Recordé que los corazones solitarios son los que acompañados se sienten solos. Así invertí la pérdida de mi tiempo. No podía seguir atrapado en el cabo del miedo y con la muerte en los talones. Me perseguía la sombra de una duda que no podía aclarar. Hasta que ya no tuve nada que perder. Un último golpe. Limpiarme por dentro. Y aquí estaba. Haciendo resonar el suelo de madera vieja con cada balanceo de la mecedora. Sudoroso, con la corbata y los tirantes aflojados. Barba crecida y la mirada perdida sobre el humo del último cigarrillo que mareaba eses con curiosa sensualidad. Hipnotizado por los detalles del cuarto, por mis manías. Encendía una y otra vez aquel mechero. Con cada fogonazo la llama hacía brillar mis ojos de un rojo crepuscular. Sin cesar, hasta alcanzar un ritmo musical al que se unía el constante, y paciente, goteo del grifo mal cerrado, los gemidos del moribundo que tenía maniatado y, pronto, el llanto de los ángeles. La luz artificial, desprendida de aquel siniestro club de jazz que solía frecuentar, atravesaba la oscuridad de la habitación. Para mí simbolizaba esa luz al final del túnel que no tardaría en divisar, y que nunca alcanzaría.

Me despertó el rugir de los coches. Asomé los ojos entre las persianas bajadas. Pasos confusos. Subían rápidamente unos cinco o seis. Ecos de gritos. Sin darles tiempo a pestañear, disparé contra la puerta. Cayó un cuerpo al suelo. Nadie detrás de ella. Silencio incómodo. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Fue entonces. Las paredes de papel me traicionaron cuando sentí agujeros por todo mi cuerpo. A continuación, como un kamikaze entró Ares a destruirme. Saboreaba la pólvora de su pistola violentamente introducida en mi boca.

-¿Qué le has hecho?- preguntó desquiciado.

Él observaba la habitación hecha un sumidero, mientras mantenía el gatillo casi apretándolo. Gritaba una y otra vez el nombre del agónico comatoso para que se levantara, pero seguramente ya estaba muerto. No sé como aguanté tanto tiempo. Sangraba por todos lados. Forcejeando con la pistola siguió interrogándome.

-Siempre te creíste más listo que los demás y mira como has terminado. Nos engañaste muy bien. Una pena lo del arma reglamentaria y la placa. Es el papel que juegan las mujeres en este negocio; la traición. Nuestro juego terminó hace mucho. ¿Por qué lo has hecho? Nunca tuviste moral. Explícamelo. Explícame por qué te suicidas. Estás cansado de la vida. ¿No tienes nada por lo que luchar? ¿Por lo que vivir?

-Sabes que él no merece perdón. Tú haces esto, no por que le aprecies o te paguen bien, sino por que si no lo haces, tu familia tendrá el mismo final que tendrás tú. Me arrebataron lo único que me hacía seguir con vida, lo único que hacía latir mi corazón. El amor nos hace seguir con vida. El amor en todo lo que se hace. Pero tiene que ser incondicional. Si no, no es amor. Yo tengo algo por lo que morir, ¿y tú? ¿Lo tienes?

Vomitando sangre, con el último aliento que me quedaba, agarré con velocidad pasmosa la jeringuilla con la que drogué al secuestrado, clavándosela a Ares en el cuello, abriéndole un agujero del tamaño de un tubo de escape mal fabricado. Cerré los ojos para no volverlos a abrir jamás...

No oía nada, y acabé por no sentir nada. Habían terminado su trabajo. Ahora observo el escaparate de la vida, con todos sus detalles. Observo mi cuerpo desvalido e inerte. Me observo desde el infierno, porque desde siempre, nunca podríamos haber llegado al cielo. Lavamos nuestras conciencias, enterramos nuestros pecados. Aunque ella habría podido. Yo la quería, pero ya no significaba nada. Todos pasamos a la historia. A nuestro estilo, a nuestra manera. En mi caso, acompañado por la sombra del fuego. Al fin y al cabo, el ’43 fue un buen año.

Tiempo muerto.

-Sonríe. Sonríe mientras puedas...

-Aparta, vas a ensuciar mi vestido azul con tu vómito de sangre.

-Me molesta el sable en mi estómago...

-¿Te ayudo?

-Oye, ¿qué aporta esta escena a la historia?

-Ya estamos otra vez. Prefieres una secuencia de sexo duro y rock and roll, como todos.

-Siempre igual. Que no. Sabes que prefiero conocer a la persona antes de hacerlo.

-¿De hacer qué?

-De hacerlo.

-¿En qué quedamos?

-Oh, ¿no vamos demasiado rápido?

-¡Argh! Que cómo terminamos la historia.

-Un beso estaría bien, esta armadura no permite más.

*¡¡Corten!! ¡¡corten!!

-¿Que cortemos qué?

*Así no puedo trabajar... ¡Siguientes!

El niño que quería ser fotograma.

Sus ojos no podían mantenerse abiertos durante mucho tiempo frente a la lámpara de gas. La madre continuaba cosiéndole el sombrero de ala corta, mientras el pequeño aguantaba la compostura de modelo con el atrevimiento típico de un niño que se imagina protagonista de una película. De por sí, con el sombrero sería el personaje en el que siempre soñó convertirse. Y no crecer nunca. Y continuar soñando. Para él los sueños de super héroes eran los más divertidos. No dejaba caer la mirada mientras flotaba su mente. ¿A qué doncella libraría de las garras de algún bellaco? ¿A qué muchacha despertaría de su eterno letargo? Y viceversa.


Alimentándose a base de cereales, mate cocido, dulce de leche y mucho amor, continuó formándose estudiando tebeos y series de dibujos animados. Poco a poco llegó a ser el espectáculo de la clase. Se subía a la palestra donde el profesor solía entonar el dictado en voz alta, y comenzaba la interpretación. Uno tras otro. Pim, pam, pim, pam. El registro de voces y maneras, de miradas y muecas, era espléndido. Las niñas se meaban encima. Su periodo de esplendor teatral terminó con la consecuente expulsión que sufrió, al ser acusado de chantajear al hijo de la directora con el secuestro de su colección de chupa chups recién importada de Madagascar, a cambio de encerrarse con él allí. Interpretarlo como queráis.

Creció, engordó, comenzó a sentir selva amazónica respirar en su perilla y en otras partes de su cuerpo, y su forma de ver el universo evolucionó de manera indescriptible. Su espíritu combativo se oscurecía con relativos intervalos espacio-temporales y sus ganas de interpretar. Decidió fichar por el Deportivo Pijosnik Labrada y arraigarse en una hipólita carrera deportiva. El entrenador le dedicó unas bellas palmadas en la espalda tras la ceremonia de saludo que realizó el joven pardillo. Ceremonia que el chambelán más erudito hubiera calificado de sobrante gilipollez suma en este relato. Su camino artístico vislumbraba flatulencias.

Con conciencia de causa y efecto se jugó la vida en los quirófanos en un ataque de histeria interpretativa. La operación a casquería abierta más importante y complicada en la historia de la cosmética, dejó la imagen física de este artista tal cual un fotograma de película clásica de los años cincuenta. Era lo que buscaba. Un aliento de inspiración. Un alientazo a ajo o a lo que fuera que oliera tan descompuesto que le hiciera ver la iluminación más absurda, que le salvara del vacío que le torturaba. Así quedó hasta los días que corren. Enmascarado en una sombra. La sombra que siempre quiso ser, la que nunca le acompañó.

Desahogo

Aquel muchacho escribía en las condiciones más desfavorables que pudiera imaginar un escritor. Una vez, hace tiempo, le dijo un poeta dominicano al verle escribiendo en un bar a las tantas de la madrugada: "cuanto más te alejas de la gente más profundizas en el corazón del ser humano, esto es algo que sólo los poetas pueden entender". Aquel poeta leía sus poemas y antes de hacerlo decía: "Fíjate qué cosa tan tremenda... Tú callas, pero en el silencio dejas que germine la potente voluntad del Hacedor. Cuando no encuentres el camino, cuando creas no entender nada. No te preocupes, sigue sin entender, que cuando menos entiendes más comprendes". El joven escritor, atento y expectante, no necesitaba más que su mirada para responder al discurso. El poeta lo sabía. Y continuó: "siento que este lugar es un espacio limpio de perturbaciones, soterrado. Aquí puedo expresarme sin esperar nada. Un escaparate para pocos ojos. Una esquina que está. Todo el mundo sabe que está, pero nadie la ha visto. "Aprovecha ese rayito de sol", respondió el viejo dominicano.

Las últimas gotas de sangre firman su última carta. Un disparo reventó sus tripas que, por voluntad de estertores, sobresalen por la comisura de sus labios pintados de un negro rojizo. Nadie le conocía, por lo que en su funeral sólo se presentaron una pluma y un papel en blanco. Formaba parte del Club de los Suicidas.

Prueba a desahogarte. A tu manera, a tu estilo. No importa. El resultado es el mismo. Sigues igual, pero crees sentirte mejor. Hasta que abres los ojos y obsevas que los colores siguen siendo fuertes por fuera, y desaturados por dentro. Sepia o blanco y negro, ¿por qué no?

Me gustan.

Postrado ante Dios


La foto de aquel moribundo ilegal, acechado por todos lados, le persiguió en vida. Con ella atrapó los premios más laureados, recibió la mirada de las personalidades más importantes, y las voces occidentales le alabaron. Pero también se vio atrapado por la maldición de una pregunta: "¿Qué hizo por ayudarle?". Al susodicho cronista gráfico, del infierno del mundo, la presión le empujó al suicidio.


Un hombre blanco bien alimentado observa cómo un muchacho subsahariano se muere de hambre, ante la presencia inmutable de las piezas clave que sostienen esa sociedad que al pobre promete y al mismo no da, finalmente. Durante dieciocho minutos se dedica a disparar con la cámara. No porque las primeras fotos salieran mal, sino porque buscaba a aquel tipo trajeado de la izquierda, que si se hubiera mantenido como está, erecto, prepotente y colocándose la camisa, pero mirándole con indiferencia y regocijándose en su interpretación, ¡esa sí habría sido una gran foto! A pesar de su paciencia, el fotero no consiguió ver realizada su anhelada virtud imaginativa, y se retiró rendido. No debió estresarse demasiado, pues una de las fotos salió publicada en varias ilustraciones de gran relevancia periodística, comenzando así su premiada carrera. Desde pequeño vio con ojos inocentes injusticias que no tenían nombre. Aprendió desde niño que ser blanco en su tierra era ser una de las personas más privilegiadas del planeta. Como adolescente detalló que por el mismo hecho era cómplice de aquellas injusticias. Ya superada la pubertad, adulto, decidió que mediante el periodismo se enfrentaría a la estirpe de odio que le crió.


Al comienzo de su carrera se denominó: "corresponsal de injusticias". Su trabajo consistía en acercarse a caóticos campos de batalla urbanos. Batallas que nadie, en el mundo "civilizado", conocía. Civiles contra civiles. Jóvenes negros que sólo contaban a favor con su evidente ventaja numérica, y herramientas casi primitivas utilizadas como armas arrojadizas y cortantes. Eran respondidos con balas de goma, bombas de humo lacrimógenas, o con balas de verdad, disparadas desde el interior de monstruos de hierro y por hombres embutidos en armaduras de plástico. Miles de muertos. La ciudad ardía y allá, de presencia hierática, se encontraba el hombre blanco que expiaba su culpa. Aquella efervescencia genocida que fotografiaba le alimentaría durante los siguientes cinco años. Cada mañana se presentaba temprano a la casquería más demencial, como se presentan los funcionarios a sus lugares de trabajo. Desde las cinco y media de la madrugada hasta el medio día, o hasta que el último muerto le regalara su última sonrisa. Sudoroso, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. La masacre perfecta, en medio del tiroteo perfecto. Se exponía a peligros extraordinarios y, de este modo, conseguía las mejores imágenes. Poco a poco fue carcomido por un escudo, lo que le armó de una coraza emocional necesaria. No podía reaccionar a lo que veía como una persona normal. Dormía poco, consumía drogas de todo tipo. Pasaba las noches acelerado, con las neuronas anestesiadas, en un estado de catarsis en el que la cámara representaba el pilar sobre el que se sostenía su mente, una verja que le protegía del miedo y del horror. Si hubiese dedicado un segundo de su vida a divagar sobre lo que estaba haciendo, dejando aflorar sus sentimientos, no habría podido realizar su trabajo. Pensaba que si se hubiera quedado en casa o detrás de una trinchera, habrían resultado más muertos y menos presión política para acabar con las injusticias. Esa era su contribución a la causa.

En el sexto año se tomó unas vacaciones. Nada más instalarse, a las puertas de un centro comercial, vio al muchacho y a la masa. Programado, respondió con la frialdad profesional que le caracterizó siempre. Su objetivo era captar la mejor imagen, la más impactante. Ahí comenzaba y finalizaba su compromiso. Así esperaba despertar la compasión en aquellos que, por fortuna, han nacido en un lugar del mundo donde sus peores problemas son los mejores de las víctimas. Compasión que en él se encontraba necesariamente adormecida. No lo ayudó, porque si lo hubiera hecho no habría podido hacer la foto. Fuera donde fuera, perseguido, la presión exterior agudizaría su agobio, hasta convertirlo en una pesadilla. Una semana después de ganar el último premio, su mejor amigo murió en un tiroteo en una ciudad perdida. Toda la emoción reprimida a lo largo de seis años salvajes reventó. Destruido vio como la guerra terminaba y la paz se instalaba mansamente. Final feliz. Su vida dejó de tener sentido. Quizá porque la droga que le creó mayor adicción se diluía en el pasado. La angustia moral que nunca sintió lo consumía. No podía trabajar. No llegaba a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Deudas, desamor...


Tres meses después de las primeras elecciones democráticas de su país, se fue a la orilla del río donde jugaba de niño, cuando aún no sabía lo que era el sufrimiento. Allí, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono, logró la paz, el sueño eterno en el que siempre deseo descansar.


Esta no es la historia exacta de Kevin Carter.

Gracias a Luis Sanz por el título y por la coyuntura.