Bernie y yo


El tiempo pasa y hasta sus curvas de metal envejecen, con su brillo caduco y su sonido envolvente. Se pierde en las paredes de papel de un edificio sin horas.

La descomposición comienza en el diafragma de mi cuerpo, continúa a través del esófago, el camino invisible a una velocidad incalculable, hasta su expulsión atómica por la boca. Golpe sonoro de fluidos con la lengua; intercambio amoroso. Esa risa loca, del aire, le regala vida, despierta su voz y termina por pelar, con el tiempo, su intrincada tecnología, como el viento a la roca. Sus intestinos de azófar y los hilos de acero por los que corre su sangre negra no pueden luchar para sacar la nota más aguda, ni para aguantar la más grave. Por fuera casi ni se nota. Sólo el peligroso sudor de mis manos, y no de otras, deja marca y la carcome. Si le quitas la piel se queda como es. De verdad. Es increíble.

Consecuencia: labios rasgados, mala circulación de la sangre en los músculos bucales, callos en los dedos índice y anular de la mano izquierda, y el meñique crónico de la derecha. La boquilla se resquebraja y el latón se clava en la carne.
Desesperación. Impotencia.

Así, hablando por la memoria, parece ayer cuando nos besamos por primera vez. Ya aparenta arrugas veteranas. Da miedo perder la magia de la primera vez. Tal vez, esa magia se encuentra en la ignorancia de que algún día se pierda.

El tiempo pasa y hasta sus curvas de metal envejecen, con su brillo caduco y su sonido envolvente que se pierde en las paredes de papel de un edificio sin horas.

Se llama Bernie. Es china. Es negra. Por dentro y por fuera. Suelo ver mi cara reflejada en su campana.

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