Arjú




Ya no se pone el sol. Las criaturas no conocerán la diferencia entre amanecer y atardecer. La diferencia terminal entre la mañana y la noche como lo conocían nuestros ojos. La mágica transformación de la luz y de las cosas. Trastornos, desvaríos, fantasmas y delirios; nos enferman y nos acostumbramos, los cuento con cierta indiferencia, como los recibimos cada día, al despertar junto a cadáveres consumidos en arena y pesadillas. La salvación está bajo tierra. Es cavar y cavar, lo más profundo posible, para que el barro húmedo reavive la circulación de la sangre y empape los poros de minerales, sal y azúcar. Hay quien no lo consigue, mientras se deja las uñas y la boca. En el exterior, las células de la piel no duran más que dos kilómetros de oxígeno respirado y los pulmones se taponan de aire arenoso con un buen suspiro. Nadie se lo cree. Nadie tiene tiempo para creerlo. No recordamos el momento en que perdimos la noción de 'tiempo', lo que significa 'un día' o lo que es 'dormir'. Intentamos no separarnos. Si alguien cae, los demás caemos. Nos contamos con los dedos de una mano.

Una gota de saliva lo es todo. Nos bebemos, y las nubes en el cielo parecen no existir.

Pesadilla de un muerto viviente.

Dar El Beïda



Cuando todo empezó, yo ya había despertado. Sin embargo, eso no significó nada. Ya era tarde. O todavía era pronto para comprender qué estaba pasando. En ocasiones, un torbellino gris, negro a trozos, me enredaba en su babel. Nunca estuve tan perdido como cuando terminó la primera parte de mi viaje.

El equipo estaba formado por trece hombres amables, a pesar de su identidad ajada por los años de trabajo entre humos de metal. Emigramos lejos de nuestra condena de muerte, con la única intención de volver a nacer. Nos dividimos, repartidos a lo largo y ancho del continente. Todos irían desapareciendo, excepto dos mujeres que, sin verlo ni esperarlo, me acompañaron hasta el desenlace.

Partida, viaje y llegada a Dar El Beïda.

Llegada al barco; ferry de unos doscientos años de edad que, entre tantos, pasó muchos de ellos al servicio de una estirpe de navegantes japoneses. Cubierta asolada. Toneladas de humo, del mismo humo que a diario se lanzan millones de toneladas en doscientos mil barcos, en los océanos del mundo. Objetivo: “no tirar nada de comida”. Pitanza más que decente a bordo. El infortunado camarero tira un par de veces los platos al suelo. Me da lástima. Buena propina. Observo las escasas mesas pobladas en la decadente estancia, donde la discreta suciedad y las bombillas fundidas sin cambiar delatan un mantenimiento escaso. Impaciente, pregunto al camarero dónde puedo encontrar en la otra orilla un mercadillo de nombre impronunciable. Al tiempo que me avisa de que el regate está reservado a algunos lugares, me recomienda no ir solo; es difícil reconocer a un vendedor y diferenciarlo de un ladrón. Con igual desparpajo, me dice que es realmente peligroso caminar solo en cualquier lugar de la ciudad, me acerca amablemente a un par de garitos cercanos donde comer con la mano, y me deja allí a merced de lo más puro y salvaje. Sólo eran fantasías, o la suerte.

Mis compañeras de huida; una había sido camarera en el corazón del Bharmah’s, la otra dirigió una peña de comerciales en las callejuelas más oscuras del Barrio de los Casinos. Una, risueña, a sus veintitantos atesora tres hermanas esperando el hijo de una de ellas y el acecho del recuerdo de sus amantes. La otra, suave y flaca como una saeta, es tan aficionada a los estupefacientes como a rechazar toda comida que no sea una lata de fabada o un filete hecho por su madre. Con oscuras intenciones, dejan la televisión a toda hostia durante horas en su habitáculo. A las 2:51, mientras escribo estas líneas con un no menos opaco destino, les llamo por teléfono tras golpear su puerta con un imperceptible resultado. Ante mi estupor, dejan sonar el teléfono durante más de quince minutos, sin cogerlo, al tiempo que silencian la televisión por unos segundos, subiéndola al rato. Tras unos instantes más, me atiende la camarera, como si hubieran sonado no más que dos o tres rings… “¿sí?”. Tras comentarle lo de la televisión, accede sin más a bajar su volumen. Un misterio profundo, aún sin resolver.

Viaje; veinte horas atravesando la autopista de Shajskar, de muy reciente construcción y gravoso peaje. Unos chavales venden frutas en un bar de carretera. Se vislumbra un poco de la omnipresente desesperanza de las personas. A través del ventanal empañado, en la velocidad y el traqueteo del vehículo de aluminio, pierdo imágenes que prefiero no fotografiar. Pescadores junto al faro de bóveda celeste. El mar amenaza con devorarlos de un momento a otro. Junto a ellos, campos de chabolas repletos de antenas parabólicas. Gentes supervivientes en un entorno hostil cuya absurda, a veces macabra, naturaleza es mucho más palpable que allá, en el Imperio de Occidente. Esperanza escasa. Como dice mi amigo Youssef, "sin esperanza no hay vida". Cuánta presión. No poder ni contarla a gritos. Camino con una intranquilidad que va desapareciendo, entre el fragor del tráfico de la ciudad más oriental, a la hora en que la gente pudiente se desmelena un sábado noche. Casi nada que a esas horas te haga olvidar que estás en la otra punta del sistema. Sólo la caligrafía rifeña en los desvencijados autobuses, el color y la faz de sus aparentemente tristes ocupantes. Tal vez, las pocas mujeres que visten el atuendo tradicional que les reserva su devoción. Tal vez, la enorme cantidad de mujeres que ejercen la prostitución a partir de la hora en que las chicas buenas (como mis compañeras, en la divisoria) se van a sus casas sobre las nueve de la noche. Tal vez, el guía turístico –autónomo- que te atrapa con sus ofertas, llenas de detalles absurdamente bellos, como “aquí no encontraréis ningún turista”, ofreciéndote nada más que la verdad más absurdamente bella. Será que, por un mágico sortilegio, todos los portadores de esta información acuden a horas distintas a esos lugares.

Cuando todo empezó, yo ya había despertado. Ahora me gustaría ver que no estoy solo bajo la manta de acero.

Ficción y realidad de los caminos de dos "hermano brothers": el mío, y el suyo.