Se había quedado dormida sobre su chapuza y ya llegaba apretada a su cita de las cuatro y media, que era a las cuatro en punto. Legañosa, con los pantalones estirados y aliento de haber tenido pesadillas, cala sus labios secos con un poco de café de ayer. Caen unas gotas en la camiseta, pero no le importa. Mira por la ventana y apresta. Pañuelos, monedas para el viaje, abrigo. Llaves. Resbalan sus zapatillas y resuena la puerta. Mierda, la carta. “Mañana”, piensa. En la calle mira al cielo. Chorro de lluvia fría en la cara. En marcha.
Mañana irán a cenar. Le gusta estar ocupada. Estar horas de pie, montando suculentos alimentos para agasajar a sus invitados, fotografiar sus creaciones y coleccionarlas en un modesto álbum de recetas. ¡Zas! Un simple vistazo y recuerda todos los ingredientes. Y las opiniones de las bocas hambrientas, por supuesto. Le encanta estar horas de pie, preparando la mesa, bailando la música que pondrá de fondo, cantando ninguna letra en particular. El pensamiento vuela. Entonces llega el día.
Hoy
Juan se hace el tímido. Se sitúa en la esquina izquierda de la mesa, un poco apartado. Iván habla mucho, a veces demasiado. En el centro de la mesa Esther que, llena de jolgorio, deslumbra a todos con su labia pícara e inocente. Iris no habla mucho, pero sus miradas lo dicen todo. Si no picáis, preguntar al muchacho de la esquina contraria a la de Juan. Sus ojillos no se separan ni un instante del rostro de Iris. Desconsolado, Pepe se arremolina en el nido del poco pelo que le queda, con el sentido de la escucha muy evolucionado. La anfitriona es la única realmente apartada de la mesa. Medio mordiéndose la lengua admira la colección de vinilos de la biblioteca, pasando la yema de los dedos suavemente por cada una de las fundas y susurrando los nombres de los artistas. Se decide por uno y lo guarda bajo su brazo desnudo. Con los pies escondidos logra zafarse del murmullo como una felina. El pasillo está oscuro. Palpa relieves, se agacha y encuentra el viejo tocadiscos que buscaba. Sonríe en la oscuridad al escuchar el sonido de la aguja.
"Oh, Marie"(pincha y escucha cómo se sienta en el suelo)
Marie se sienta en el suelo y rodea sus piernas con los brazos. Desde la distancia, y con el corazón inquieto, suspira por Juan el tímido; las cejas torcidas, las pupilas brillantes y la cabeza maquinando películas eróticas nunca hechas. Se le da bien cenarse con los ojos a sus tímidos preferidos, pero nunca se le dio bien acercarse e invitarles a un mosto. Desde el salón nadie la echa de menos, mientras bailan sus cuerpos con canapés en la boca.
(...)
Escucha con ella el tema, hasta que se apague la música.
(...)
¡Pum! Resuena la puerta al cerrarse. Los pasos y las risas se diluyen por las escaleras. Sonido vacío, silencio, desamparo. Al final los huéspedes se libraron de fregar los platos.
Mañana
La mesa no se volverá a llenar de ruidos, de vasos brindando ni de cuerpos en movimiento, ni siquiera de voces dicharacheras ni de silencios cómplices. Supongo que habrá influido la mudanza. Aún le queda por aprender, pero echa de menos. Sin embargo, no sabe qué. Piensa que será aquello que nunca tuvo. Sentir nostalgia por algo que nunca viviste suena un poco estrafalario y rebuscado. No es la única que lo siente. Yo lo sé todo sobre ella. Tres años y medio sin quitar el ojo del objetivo han surgido efecto. Soy la novena persona de la mesa, el que no come. El observador.
El mismo lugar es la misma persona. Marie siempre sintió la necesidad de compartir platos y cubiertos. Cruzarlos y ponerlos parejos en el fregadero. Pinchar vinilos y enamorarse en la distancia. Ahora que se ha ido la echo de menos. Siento nostalgia por algo que nunca tuve.
Un día nos cruzamos en la calle y nos quedamos un rato mirándonos ciegamente.