Te regalo un pedazo de nosotros.




Dos hermanos, allí estábamos, en el Puente a la Ciudadela de Antoine Deville; Saint Jean Pied de Port. Cuna del inenarrable Conde Duque D'Otheguy.

Sólo son unos pocos los que recuerdan aquel hecho. Y aún menos los lugareños que lo han transportado de boca en boca, sin manipular ese trazo de historia, rescatándolo del olvido.

Si preguntan al párroco de la iglesia de Nuestra Señora del Puente, les contarán la verdad ante unas velas y una rubia fresca en la taberna de Jean Jacques, la única del pueblo que se aparta de la invasión de la nueva Europa y el patético circo de turistas en que se ha convertido la plaza fuerte.

Sus ojos alcanzan los horizontes más lejanos sin que infinitos rascacielos les roben pedazos de sol. Acuñados entre caderas de bosques y el abrazo del verde, que se lo come todo. Entre las montañas, cuando la luz asoma, el aire se carga de agua; entra por los poros y dilata los músculos de la nariz y los pulmones. Respira muy hondo. ¿Lo sientes? El viento navega fuerte cuando el valle es una sombra. Hay calor dentro de las casas de piedra. Velas, acento musical y dialecto desconocido. Sentido humano, y la suerte del trobador, que siempre acompaña. Sonido de noches y sueños.

Frontera entre dos mundos; la escuela del odio y el miedo ante la jubilación, que ni se entienden.
Extraño, pero allí, junto a nuestros antepasados, nos sentíamos queridos. El amor es libertad.

En la biblioteca siempre era de noche. Los susurros se extendían por los pasillos y se mezclaban con el revolotear de las páginas. Las escrituras a punto de deshacerse entre los dedos y el polvo.
¡Apuf! -resoplamos-.
Se podía leer...

"[...] El Conde Duque, harto de las malévolas artimañas del Caballero Deville, puso en práctica lo que más tarde recibiría el apócope de técnicas de subterfugio para la supervivencia en la vida moderna, allá por el año 1630 d.C."