Las tardecitas de Madrí tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por las callejuelas. Lo de siempre: en la calle y en vos. . . Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo pretendiente y de primer polizonte en el viaje a tu planeta: medio melón en la cabeza, la camiseta del revés, las rayas del pantalón pintadas en la piel, una banderita de taxi libre levantada en cada mano y cara de bobalicón.
Lo que me gustaría que ocurriera;
¡Te reís!...
Pero sólo vos me ves; porque los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces verdes, y la señora de la florería de la esquina me tira tulipanes. Mirá, que así, medio volando y medio bailando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo... ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!
Pero ni caso. Ni ofreciéndote un vaso de leche fría.
Di la vuelta, cabizbajo, con la garganta rota de quien se aguanta la emoción.
Mirá que te hablé en idiomas que ni comprendo, aprendí malabares y trabalenguas, tangos como este y bailes de lo increíble. Mirá que fui corriendo a recascatarte mil veces. Y de mil veces que llamé a tu puerta...
Qué genial debe ser, ¿verdad? Llamar a la puerta y verla abriéndose con parsimonia, hasta dejar ver...