Timi Yuro


Tengo cincuenta años y, en mis cincuenta años nunca he logrado entender cómo esa voz, ese ritmo y aquel aliento sugerido, ese grito desalentador, me convirtió desde pequeña en lo que soy. Una loba de chocolate, y de las suaves.

Qué me hizo. Qué era. Aseguro que no fue la aguja, ni el ronronear del vinilo en el tocadiscos. Ni siquiera el chocar de la lluvia en las ventanas –cosa que adoraba-.Para visualizarme, puedes imaginarme en una nube con la mirada jubilosa de un perro juguetón. O, para ser más gráficos, puedes dibujar sobre mi cabeza de pelos alocados la onomatopeya de placer de un personaje de tebeo. Ella me contagió el brillo de sus ojos y, en una época, hasta el corte de pelo. Todo menos aquella forma suya de vomitar, con una elegancia escalofriante, una melancolía desgarradora. Me despertó un lunes, a una edad efímera, y la emisora era la Radio de nuestras vidas. Desde entonces, soy loba de chocolate. No cabía en mí con semejante sensación en el cuerpo. Atravesé corriendo, extasiada, el parque de siempre y con cada zancada sentía romper en mi cara el aire de cristal. Y desde aquella mañana, me enamoro los lunes. ¿Se dice los lunes o el lunes? No me hace falta encontrar el plano perfecto. En el metro, en el autobús, en movimiento o estática. En la cafetería o en la biblioteca. [El cine para mí es sagrado, menos los lunes]. Digo los lunes en plural, porque siempre recorro sola el camino de vuelta. Parques y calles llenas de silencio. Todo parece tan exageradamente vacío que debe haber parejas aguantando la respiración para no ser descubiertas. Sintonía que intento igualar, sin pareja. Y si ella llegara después de un largo viaje, al besarla expulsaría una exhalación tan grave que le asustaría, y que le haría preguntarme qué me pasa. Le diría la verdad, que no sé aguantar la respiración, que nunca tuve una pareja con la que jugar a aguantar la respiración en los parques, ni con quien jugar a ser adolescentes. Por eso aguantaría la respiración. Será para que no me descubra. Ya ves, mientras siga escuchando esa voz, ese ritmo y aquel aliento sugerido, ese grito desalentador, me enamoraré los lunes. Cuidado de aquella persona que me mire a los ojos o que se siente a mi lado. Si fuera lunes me lo pensaría tres veces. O no.

Tengo cincuenta años y, tras cincuenta años, la echo de menos.

Pincha y escúchala

La Sombra del Fuego


Despertó resacoso, pero no recordaba haber bebido alcohol los últimos días. Despedía un olor apestoso que envolvía todos los rincones del piso. Aliento y desaliento, jadeos, mareos, arcadas. Susurraba con los ojos cerrados. Hablaba solo y giraba sobre sí mismo en la cama revuelta. Se envolvía tiritando con las sábanas, apretando con fuerza los bordes, cubriéndose hasta el mentón. Remoloneaba, como un niño apesadumbrado al tener que ir al colegio temprano. Realmente daba asco. Me costó encontrar una vena decente y que dejara de forzar un disgusto. El suelo empapado y lleno de cristales. Puse la aguja en remojo. En el servicio secreto no lo llamaban tortura. La tensión me mantenía despierto. Expectante frente a la puerta número 507. Nadie debía atravesarla. El cañón de mi recortada apuntaba estable sin vaivén. Corría peligro en este motel abandonado. En este piso donde habitaban los espíritus y las historias más inusuales. Siempre bañadas en sangre, olvidadas y enterradas sin escrúpulos ni remordimientos. Cansado de tanta metralla, de tanto humo.

“¡Toc! ¡toc! ¡Fuera todo el mundo!”. Casa por casa, recogimos a diez o doce personas. “¡Arriba a la montaña!”. Una noche se encasquilló el revólver, o eso recuerdo. Dejé huir a la que iba a ser mi víctima. No era cualquiera. Hay un límite entre el corazón y la piedra. Aquella decisión cambió mi rumbo. Me convertí en ratón de la noche a la mañana. Sonrío al imaginar las caras de mis compañeros. No se levantaron pensando que al final del día acabarían disparando al tipo en el que habían confiado sus vidas durante años. Ser gato pasó a la historia. No tenía tiempo más que para sobrevivir en aquella jungla de asfalto. Y fumar, entre parada y parada, y echar un trago, entre pitillo y pitillo.

Removía fotografías, revisaba los expedientes de mi pasado, mi vida hasta ese día. Intentaba recuperar el por qué del comienzo. Cómo llegué hasta este punto. Recordé que los corazones solitarios son los que acompañados se sienten solos. Así invertí la pérdida de mi tiempo. No podía seguir atrapado en el cabo del miedo y con la muerte en los talones. Me perseguía la sombra de una duda que no podía aclarar. Hasta que ya no tuve nada que perder. Un último golpe. Limpiarme por dentro. Y aquí estaba. Haciendo resonar el suelo de madera vieja con cada balanceo de la mecedora. Sudoroso, con la corbata y los tirantes aflojados. Barba crecida y la mirada perdida sobre el humo del último cigarrillo que mareaba eses con curiosa sensualidad. Hipnotizado por los detalles del cuarto, por mis manías. Encendía una y otra vez aquel mechero. Con cada fogonazo la llama hacía brillar mis ojos de un rojo crepuscular. Sin cesar, hasta alcanzar un ritmo musical al que se unía el constante, y paciente, goteo del grifo mal cerrado, los gemidos del moribundo que tenía maniatado y, pronto, el llanto de los ángeles. La luz artificial, desprendida de aquel siniestro club de jazz que solía frecuentar, atravesaba la oscuridad de la habitación. Para mí simbolizaba esa luz al final del túnel que no tardaría en divisar, y que nunca alcanzaría.

Me despertó el rugir de los coches. Asomé los ojos entre las persianas bajadas. Pasos confusos. Subían rápidamente unos cinco o seis. Ecos de gritos. Sin darles tiempo a pestañear, disparé contra la puerta. Cayó un cuerpo al suelo. Nadie detrás de ella. Silencio incómodo. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Fue entonces. Las paredes de papel me traicionaron cuando sentí agujeros por todo mi cuerpo. A continuación, como un kamikaze entró Ares a destruirme. Saboreaba la pólvora de su pistola violentamente introducida en mi boca.

-¿Qué le has hecho?- preguntó desquiciado.

Él observaba la habitación hecha un sumidero, mientras mantenía el gatillo casi apretándolo. Gritaba una y otra vez el nombre del agónico comatoso para que se levantara, pero seguramente ya estaba muerto. No sé como aguanté tanto tiempo. Sangraba por todos lados. Forcejeando con la pistola siguió interrogándome.

-Siempre te creíste más listo que los demás y mira como has terminado. Nos engañaste muy bien. Una pena lo del arma reglamentaria y la placa. Es el papel que juegan las mujeres en este negocio; la traición. Nuestro juego terminó hace mucho. ¿Por qué lo has hecho? Nunca tuviste moral. Explícamelo. Explícame por qué te suicidas. Estás cansado de la vida. ¿No tienes nada por lo que luchar? ¿Por lo que vivir?

-Sabes que él no merece perdón. Tú haces esto, no por que le aprecies o te paguen bien, sino por que si no lo haces, tu familia tendrá el mismo final que tendrás tú. Me arrebataron lo único que me hacía seguir con vida, lo único que hacía latir mi corazón. El amor nos hace seguir con vida. El amor en todo lo que se hace. Pero tiene que ser incondicional. Si no, no es amor. Yo tengo algo por lo que morir, ¿y tú? ¿Lo tienes?

Vomitando sangre, con el último aliento que me quedaba, agarré con velocidad pasmosa la jeringuilla con la que drogué al secuestrado, clavándosela a Ares en el cuello, abriéndole un agujero del tamaño de un tubo de escape mal fabricado. Cerré los ojos para no volverlos a abrir jamás...

No oía nada, y acabé por no sentir nada. Habían terminado su trabajo. Ahora observo el escaparate de la vida, con todos sus detalles. Observo mi cuerpo desvalido e inerte. Me observo desde el infierno, porque desde siempre, nunca podríamos haber llegado al cielo. Lavamos nuestras conciencias, enterramos nuestros pecados. Aunque ella habría podido. Yo la quería, pero ya no significaba nada. Todos pasamos a la historia. A nuestro estilo, a nuestra manera. En mi caso, acompañado por la sombra del fuego. Al fin y al cabo, el ’43 fue un buen año.