El niño que quería ser fotograma.

Sus ojos no podían mantenerse abiertos durante mucho tiempo frente a la lámpara de gas. La madre continuaba cosiéndole el sombrero de ala corta, mientras el pequeño aguantaba la compostura de modelo con el atrevimiento típico de un niño que se imagina protagonista de una película. De por sí, con el sombrero sería el personaje en el que siempre soñó convertirse. Y no crecer nunca. Y continuar soñando. Para él los sueños de super héroes eran los más divertidos. No dejaba caer la mirada mientras flotaba su mente. ¿A qué doncella libraría de las garras de algún bellaco? ¿A qué muchacha despertaría de su eterno letargo? Y viceversa.


Alimentándose a base de cereales, mate cocido, dulce de leche y mucho amor, continuó formándose estudiando tebeos y series de dibujos animados. Poco a poco llegó a ser el espectáculo de la clase. Se subía a la palestra donde el profesor solía entonar el dictado en voz alta, y comenzaba la interpretación. Uno tras otro. Pim, pam, pim, pam. El registro de voces y maneras, de miradas y muecas, era espléndido. Las niñas se meaban encima. Su periodo de esplendor teatral terminó con la consecuente expulsión que sufrió, al ser acusado de chantajear al hijo de la directora con el secuestro de su colección de chupa chups recién importada de Madagascar, a cambio de encerrarse con él allí. Interpretarlo como queráis.

Creció, engordó, comenzó a sentir selva amazónica respirar en su perilla y en otras partes de su cuerpo, y su forma de ver el universo evolucionó de manera indescriptible. Su espíritu combativo se oscurecía con relativos intervalos espacio-temporales y sus ganas de interpretar. Decidió fichar por el Deportivo Pijosnik Labrada y arraigarse en una hipólita carrera deportiva. El entrenador le dedicó unas bellas palmadas en la espalda tras la ceremonia de saludo que realizó el joven pardillo. Ceremonia que el chambelán más erudito hubiera calificado de sobrante gilipollez suma en este relato. Su camino artístico vislumbraba flatulencias.

Con conciencia de causa y efecto se jugó la vida en los quirófanos en un ataque de histeria interpretativa. La operación a casquería abierta más importante y complicada en la historia de la cosmética, dejó la imagen física de este artista tal cual un fotograma de película clásica de los años cincuenta. Era lo que buscaba. Un aliento de inspiración. Un alientazo a ajo o a lo que fuera que oliera tan descompuesto que le hiciera ver la iluminación más absurda, que le salvara del vacío que le torturaba. Así quedó hasta los días que corren. Enmascarado en una sombra. La sombra que siempre quiso ser, la que nunca le acompañó.